El Presidente Manuel Azaña y La Quinta

El 11 de mayo de 1936 Manuel Azaña tomó posesión como Presidente de la República y decidió que el Jefe del Estado debía vivir en el Palacio Real de Madrid, entonces Palacio Nacional, como habían hecho los reyes. Para ello, eran necesarias obras de acondicionamiento del Palacio y elegió como residencia provisional el Palacio de La Quinta en El Pardo.

Llegó sobre las 7 de la tarde del día 11 después de los factos de su toma de posesión y tuvo que abandonarla el 16 de julio de 1936 por su propia seguridad. El coronel Segismundo Casado, jefe de la escolta presidencia, lo trasladó al Palacio Nacional porque sospechaba que el Regimiento de Transmisiones de El Pardo quería secuestrarlo. 

Desgraciadamente no hemos podido localizar aún alguna foto del político y escritor en La Quinta, pero en su correspondencia describió cómo era su vida en el Palacio.


18 de mayo

Continuo en la Quinta, mientras llueve a torrentes, por no variar, como sucede desde enero.

[…]

 Volvamos a la elección. La Asamblea fue en el Palacio de Cristal del Retiro, porque no cabían en otra parte. Lo arreglaron muy bien. La CEDA asistió, pero votó en blanco. Todos los demás grupos me votaron. A las 2 de la tarde, me llevaron a la Presidencia del Consejo el acuerdo de la Asamblea. Acepté, aunque habría tenido mucha gracia decir que no. Os puse un cable. Reuní al gobierno. Dimití, y quedó hecho presidente del Consejo el Sr. Barcia. La ceremonia de la promesa, al día siguiente, en las Cortes, fue solemnísima e imponente. En mi calidad de sucesor de Recaredo, de dona Juana la Loca y de Carlos 3º comparecí, cargado de preseas, y con un collar estupendo, el que me dieron hace dos años. Estuve muy bueno, tan serio, delante del apretado y expectante concurso. Habían puesto un estrado para los diplomáticos, todos de oro reluciente, y otro para los mandarines de la República. Asúa, “en un muy rico escaño”, me tomó la promesa. Las Cortes (menos la CEDA, silenciosa), y las tribunas, me hicieron una ovación estrepitosa, que me habría obligado a dar la vuelta al ruedo en otras circunstancias. La comitiva a Palacio, estuvo brillante y fastuosa. Mucho público en todas partes, corazas, bayonetas, etc. El desfile, breve. A las 5 se había acabado todo. El espectáculo ha estado, por una vez, bien organizado, y con cierto empaque aparatoso muy conveniente. Volví a casa a ponerme otra ropa y a las 7 nos vinimos a la Quinta, donde resido.

En Palacio he escogido un ángulo de piso principal, el que da a Bailén y Caballerizas. Creo que para visitar al jefe del Estado, que es como me llaman ahora, la gente debe subir escaleras, y no encontrarse con aquella especie de comisaría que puso don Niceto. Un periódico monárquico dijo que voy a profanar las habitaciones de la sacrosanta reina Cristina; o quiso decirlo, porque lo tachó la censura. No son muy grandes, pero son las más confortables, y están contiguas a los salones que destino a Consejo, audiencias, etc. En la entreplanta que cae debajo, pongo todos los servicios de la casa particular. Como no había nada dispuesto y don Niceto no se atrevía a usar el Palacio, hay que hacer muchas obras, y hasta el mes que viene no acabarán. Por eso, y para no quedarme en mi piso, habilitaron en 48 horas la Quinta, felizmente rehecha por mí hace tres años. La encuentro como la dejé. Nadie se ha ocupado de ella, pero no la han estropeado. Hemos traído tapices y muebles del patrimonio y está habitable. En la planta principal no estamos más que Lola y yo; arriba se aloja un batallón de gente, guardias, policías, mecánicos, criadas, criados y coro general. Es probable, dado el marco pastoril y bucólico, que se aumente la población, por más que las criadas han pedido que les pongan candado. En la puerta de su alcoba, claro. Hemos tenido cuatro días de sol, los únicos en todo este año diluvial. Los jardines estaban maravillosos, y por las mañanas es la verdadera sinfonía pastoral; con abubillas y cucos de verdad, que me despiertan con sus arpadas lenguas. Me he sumido en un augusto apartamiento, y voy a Madrid para los actos oficiales. No me aburro: 1º, porque estoy eliminando cansancio, que era morrocotudo; 2º, porque todos los días tenemos a comer y a cenar unos cuantos amigos; 3º, porque estoy haciendo proyectos y obras, continuación de los que empecé en 1932. He derribado (claro), una casucha, y estoy quitando un cerro que me estorba para hacer otro jardín. Después pienso derruir la antigua casa de labor y fabricar una especie de Generalife, si consigo que el ministro de O.P. me traiga el agua del canal. En fin, ya puedes imaginarte, Bolívar es un gran realizador, y en cuanto me oye una fantasía, la pone en ejecución. Aquí han estado los niños, cuando ha hecho bueno. Se divierte mucho, comen al aire libre, están todo el tiempo en el jardín. Carlos, que es un punto formidable, me preguntó unos días antes de mi elección: “Tío Manolo Azaña: ¿se puede llorar en Palacio?”. Le dije que no, pero llora algunas veces, peleándose con su hermano el intransigente. A José Ramón le vi ayer. Se enteró muy bien de la elección, por la radio, y cuando Pallete y Angulo se lo quisieron contar, ya lo sabía. Se da mucha importancia. Se ha pasado la semana preguntando cuándo iría a verle el presidente de la República, y a Lola le dijo que su tío Manolo fuera a visitarle “con la artillería”. Está muy bueno, muy hombrecito, aunque ha engordado solamente 600 gramos; pero de gran aspecto, y tan listo y sociable como siempre.

Esta mañana ha sido la recepción colectiva del Cuerpo diplomático. La he hecho en grande, con gran aparato, y ha resultado muy brillante. Mansilla me ha leído un discurso, yo le he leído otro. Ambos llenos de estupideces, como todos los textos protocolarios. La gente espera mucho del tono que voy a dar a la Casa presidencial. Van a ir servidos. Antes de dejar el gobierno hice votar en las Cortes una ley creando mi guardia personal. Se compondrá, por ahora, del escuadrón de escolta, de la Banda Republicana, y de un batallón de infantería, que se acuartelará en Palacio. Los vestiré bien y parecerá muy bonito. Va a mandarlos Leopoldo Menéndez. Toda la plantilla será de mi elección. Pero no pienso montar a caballo, ni dejar de ser un intelectual. Todo lo contrario. Ahora el público se entera que tengo buen gusto y algunas letras. El decreto que di en la Presidencia del Consejo, fundando la Biblioteca de escritores clásicos, ha producido gran efecto, así como el que hice fundando el Museo de Tapices, armas y armaduras, que se levantará en la calle Bailén, en los solares del Ministerio de Marina. En vista de ello, los periódicos han dicho que me preocupan “las cosas del espíritu”. Ceferino me asegura que todos los artistas están pendientes de mí. ¿Tendré que comprar cuadros de Moreno Carbonero? Mi mecenazgo no puede llegar a tanto. […]

He perdido el hábito de emborronar cuartillas y me cuesta trabajo arrastrar la pluma. Ya estoy cansado. Ahora llega vuestra familia de Velázquez, que viene a merendar. Ha cesado de llover, después de unos turbiones espantosos, y en este despacho entra un poco de sol del Guadarrama. Lola se va esta noche al teatro. Vendrán a hacerme compañía algunos amigos, en esta Malmaison carpetana, en la que me faltan por lo menor Duroc y Junot y unas cuantas mariscalas licenciosas. Pero estoy gordo para hacer de Cónsul, y el romanonismo, en sus formas relucientes, lo cubre todo, ni más ni menos que el esparto el suelo nacional. ¿Qué vamos a fundar…? Una casita en el Viso. Urbanizado por los ediles madrileños. Y gracias que pueda ser guarda mayor de las encinas del Pardo. Que está hermosísimo, merced a las tremendas lluvias, y muy florido y bienoliente. Abrazos y hasta otra.

Manolo

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