Paisaje de El Pardo, por Luis Bello

Miguel Suárez nos envía un texto del periodista y escritor Luis Bello sobre el paisaje de El Pardo, publicado por la editorial Calleja en 1919 en el libro Ensayos e imaginaciones sobre Madrid:

PAISAJE DE EL PARDO
Sin embargo, la tierra de Maydrit no era sólo un muy real monte de cazar jabalíes en el invierno. Sería injusto no apuntar que en los nombres geográficos, en las indicaciones para las vocerías y las armadas, aparecen «las Viñuelas», «el Marhojal», con sus pastos; «el Colmenar», «los Alamos de Sancta María...» Esto, amplificado y considerado, no como excepción singular, sino como ejemplo, produce algún efecto. Pero ¿necesitamos los madrileños de hoy el Fuero Viejo de D. Alonso VII ni el Libro de Montería de D. Alonso XI para saber cómo eran la Dehesa, la Dehesilla, el fondón de los Ortos, el Madroñal?

¿Necesitaremos leer que había encinas y robles, quejigas y coscojos, que se carboneaban los montes y se explotaba ya la tierra pobre para los tejares? Merced a un caso único, que no se repite en ninguna otra gran ciudad, Madrid conserva vivo, y no en imagen, su pasado. Tanto son hoy los montes de El Pardo como podían ser antes de la algarada de Ramiro II. Matada la bravura del monte bajo, aclarados, podados, es cierto que entró en ellos la civilización; pero tímidamente, sin atreverse, por fortuna. Si no saltan aquellos jabalíes que medían 12 palmos de mano de rey, aun es hoy, entre todos los cotos de caza que existen en el mundo, el más próximo a una capital. No es raro en ellos el espectáculo, siempre maravilloso, de una alarma de gamos que cruza como racha de viento la carretera. El poder real ha encantado esos
montes. Los hurtó al ensanche de la villa, pero librándolos del hacha y de la profanación. No han llegado a la vulgaridad urbana de Salamanca o de Fuencarral, ni al contacto con aquellos abominables, fúnebres, estercólanos bordes del puente de Toledo y de la puente segoviana.

Salváronse en el siglo XIX de los años que van desde el 50 al 80, más terribles que la Edad Media, la invasión francesa y la revolución, y hoy dan a Madrid con su paradójico despoblado, un reposo señorial que no lograrán jamás las opulentas ciudades advenedizas. De este modo es El Pardo como parque de casa solariega; como arca tallada donde duermen, con los demás pergaminos familiares, las ejecutorias. Pueden ser destruidos en días de miseria o de locura, pero nadie los puede improvisar. Vosotros, españoles de cualquier rincón de España, tenéis una emoción plena de lo que fueron el suelo y el cielo de vuestra patria, sólo con andar cuatro pasos más allá de la Puerta de Hierro. Acaso os hiera la serenidad castellana, demasiado huraña, demasiado fría, pero vuestro pensamiento dominará al Madrid actual, sin carácter y sin época, trazándose un panorama de la historia de España en esta tierra sobria, decorada de encinas, robles y chaparros. Por ningún indicio podríais suponer que teníais cerca de vosotros el tráfico de una gran metrópoli si no os lo advirtieran vuestros cuidados y vuestras preocupaciones. Así, el valor y la virtud de El Pardo están precisamente en la soledad.

Pero hay algo más extraño y más paradójico aún que los montes. Quien no lo viera no podría imaginarse que a pocos kilómetros de Madrid vive aquel pueblecito serrano, con su plaza de soportales a la sombra —a la sombra fría y maléfica— del Palacio Real. Ese pueblecillo, aun viviendo tan cerca del mundo, pugna por escaparse y volver a la Sierra, resistiéndose a toda mudanza, desafiando los siglos. ¡No! No es Versalles, ciertamente; ni Compiégne, ni Montmorency. Sus callejuelas no tienen otra urbanización que la más rudimentaria de cualquier aldea. No han llegado el arte ciudadano ni la higiene; ni la industria y el comercio, ni siquiera ha procurado el interés particular hacer amable la estancia del viajero. Es simplemente una puerta tan tosca como lo requiere el monte a que da acceso. Y es también una prueba —la
primera prueba que encontráis al salir de Madrid— del temple de la Sierra, refractaria a la civilización y dura como el pedernal. Del río, que baja en lenta curva, de los árboles ribereños, de las colinas circundantes brota un viento de melancolía. Ahora ruedan las nubes cargadas de nieve. La tierra se empapa de humedad, y es pálida, cenicienta, la claridad del sol. Los chopos se alzan como fantasmas que volvieran de su conjuro alrededor del palacio y se miran turbiamente en el agua roja del Manzanares. Juegan los chiquillos, descalzos de pie y pierna, en la ribera. Camino adelante, sube despacio una pareja de la Guardia civil, y avanza desde el
pueblo, hacia los altos de la ermita, un cortejo de gente lugareña que se detiene al llegar al puente; el cura con su sobrepelliz, los monaguillos delante de una cajita blanca que llevan otros niños. ¡Dolor! ¡Dolor y miseria!... ¿No será mejor entrarse monte adentro y descansar el alma en la serenidad del cielo? Desde arriba, las colinas parece que se dan la mano con la Sierra. Líneas largas van marcando el nivel y pinceladas amplias el color. Árboles, matas y terrones repiten majestuosamente la misma nota de severidad y de agreste ímpetu...

¡Penetremos por las viejas dehesas, y si acaso suena el alarido de un tren nos parecerá que es la trompa de caza del rey D. Alonso de Castilla! Llegan desalados, feroces sus monteros y delante de la traílla van los alanos favoritos, cuyos nombres constan juntamente con sus hazañas: Artero, Ermitaño, Fragoso, Galaor...

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