John Dos Passos en El Pardo

John Dos Passos durante sus estancias en España frecuentó el mundo de la Institución Libre de Enseñanza. Era amigo de José Giner Pantoja, hijo de Alberto Giner el Director de los Asilos.

Dos Passos en un par de obras menciona sus estancias en El Pardo. En Años inolvidables habla de la familia de José Giner:

"Pepe Giner era mi cicerone. Por la tarde, pasábamos a veces frente a la encantadora ermita de Goya a la que la expresión de Jefferson “arquitectura esférica” se aplica tan bien, y atravesando la llanura de encinas que constituye el fondo de los retratos de Velázquez, llegábamos hasta el antiguo pabellón real de El Pardo. El padre de Pepe, un médico retirado, era el conservador. Como Juan Ramón Jiménez, también él parecía pintado por El Greco. La madre de Pepe, siempre de negro, era una de las señoras devotas en los cuadros de monjas de Zurbarán. Tomábamos una especie de merienda-cena con ellos y regresábamos al oscurecer. El Madrid que veíamos alzarse en silueta contra el cielo del crepúsculo era todavía la ciudad que pintara Goya.

Los domingos nos levantábamos pronto para coger a las seis y media el tren de la Sierra. Me había incorporado a un grupo muy unido de montañeros. Pepe, que era un católico devoto, pero muy discreto, se levantaba una hora antes para ir a Misa".



En Rocinante vuelve al camino Dos Passos hablando de la muerte de Giner de los Ríos hace una descripción de El Pardo.

"Alrededor del Pardo, las encinas están desparramadas acá y allá, espesas y redondas copas de un azul verdoso, sobre las colinas que en verano son amarillas como ancas de leones. De Madrid al Pardo era uno de los paseos favoritos de don Francisco; pasada la cárcel, sobre cuya puerta está escrito un eco de sus enseñanzas: “Odia el delito y compadece al delincuente”, pasado el palacete de la Moncloa, con sus augustos jardines abandonados, tomaba un camino que atraviesa las posesiones reales, donde hay guardas con escopetas y carteles que dicen: “Cuidado con los cepos”; luego subía un collado, desde el cual se ve, hacia el norte, la sierra de Guadarrama, erguida contra el cielo: grises picachos de nieve sobre extensas colinas azules llenas de grupos de encinas, y, al fin, entraba en el pueblo con sus cuarteles y su arruinado convento y sus plátanos silvestres frente al palacio que Carlos V levantó. Fue bajo una encina donde yo estuve sentado una larga mañana, completamente solo, leyendo en revistas y textos de Derecho la vida y opiniones de don Francisco. El sol brillaba a ratos, y entonces las pegajosas matas de cistos, con sus brillantes flores blancas, despedían un olor acerbo. Luego soplaba una ráfaga de viento frío que traía de las laderas nevadas una indefinida fragancia de lejanías. A intervalos sonaba el tañido impertinente y quejumbroso de la campana del convento asentado en la colina frontera. Yo me devanaba los sesos leyendo un informe sobre el concepto filosófico del monismo (...)

Debajo de mi libro brillaban frondas de musgo, por entre las cuales pequeñísimas hormigas rojas hacían prodigios de alpinismo, mientras que a través de túneles pisoteados corrían secretamente largas hormigas negras, que resplandecían cuando la luz les daba. El olor de los cistos era intenso, cálido; un olor a especias, como el que se percibe de noche en las estrechas calles de una ciudad oriental. A lo lejos las montañas se escalonaban en zonas color aceituna, azul de Prusia, azul ultramar, blanco. Una ráfaga de viento frío volvió las páginas del libro (...)"

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